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San Charbel y su madre: cuando los hijos son para Dios

En un tiempo donde muchos padres sueñan que sus hijos sean exitosos, reconocidos o felices según el mundo, la figura de San Charbel Makhlouf resplandece como un testimonio que interpela a toda familia cristiana: los hijos no nos pertenecen, son de Dios. Criarlos en la fe es prepararlos para el cielo, y a veces eso significa dejarlos partir, como semillas sembradas en tierra divina.

Una madre que se resistía al llamado de Dios

Antoinette Zaarour, madre de San Charbel, era una mujer piadosa, viuda, y abnegada. Había consagrado su vida a criar a sus cinco hijos en el temor de Dios. Pero cuando uno de ellos, el joven Youssef (nombre de bautismo de Charbel), manifestó su deseo de entregarse totalmente al Señor e ingresar a la vida religiosa, su madre se opuso.

La razón parecía comprensible: lo amaba profundamente y no quería verlo alejarse. Pero su resistencia —aunque movida por afecto— era un obstáculo para el plan que Dios tenía para su hijo. Youssef no discutió. No intentó convencerla. Un día, en silencio, se despidió del mundo, dejó su hogar y se fue a pie al monasterio de Nuestra Señora de Mayfouq, comenzando su vida de entrega total a Dios.

Una vida escondida con Cristo

Al ingresar en la Orden Libanesa Maronita, adoptó el nombre de Charbel, en honor a un mártir cristiano. Fue ordenado sacerdote en 1859 y años más tarde pidió retirarse como ermitaño al monasterio de San Pedro y San Pablo en Annaya, donde vivió más de dos décadas en estricta soledad, oración y penitencia.

Dormía sobre tablas, se alimentaba de pan y hierbas, y pasaba horas ante el Santísimo Sacramento. Su vida estaba enteramente centrada en el Crucificado. El 24 de diciembre de 1898, mientras celebraba la Santa Misa, sufrió un derrame cerebral durante la consagración. Su última palabra fue “Jesús”.

Muerto para el mundo, vivo para Dios

Lo que siguió a su muerte fue un signo que el mundo no podía ignorar. Su cuerpo fue hallado incorrupto, exudando un líquido misterioso y perfumado. El pueblo cristiano comenzó a acudir en peregrinación a su tumba, y los milagros comenzaron a multiplicarse: curaciones extraordinarias, gracias obtenidas por su intercesión, conversiones profundas, y signos visibles de la acción de Dios.

Desde su beatificación por el Papa Pablo VI en 1965 y su canonización en 1977, San Charbel se convirtió en un intercesor poderoso dentro de la Iglesia Católica, atrayendo a las almas con el aroma de la santidad auténtica.

El verdadero propósito de ser padres

La historia de San Charbel es una llamada directa y fuerte a todos los padres católicos. Tener hijos no es simplemente traer al mundo a alguien que te dará compañía o orgullo. Es colaborar con Dios para formar almas destinadas a la eternidad. Y cuando Dios llama a uno de esos hijos a una vocación particular —especialmente a la vida consagrada o sacerdotal—, los padres deben reconocer que ese llamado vale más que todos los planes humanos.

¿Qué hubiera sido del mundo si Charbel hubiera obedecido a su madre en vez de a Dios? ¿Cuántas almas se habrían quedado sin las gracias que su vida y su intercesión han derramado?

Conclusión: el mayor fruto es la entrega

San Charbel es fruto de una madre piadosa, sí, pero también de una decisión valiente que él mismo tomó: ofrecerlo todo a Dios, incluso el afecto familiar. Su vida nos recuerda que lo verdaderamente valioso no es formar hijos para el mundo, sino formarlos para Dios. Y que, a veces, el mayor acto de amor de una madre o un padre es dejar ir.

Porque cuando se entrega un hijo a Dios, no se lo pierde: se lo eleva al cielo.

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