Cada 3 de julio recordamos a Santo Tomás Apóstol. Y, con frecuencia, su nombre viene acompañado de una palabra dura: “incredulidad”. Se le conoce como “el incrédulo”, el que dudó de la Resurrección de Jesús. ¿Pero es eso todo lo que podemos ver en él?
Hoy quiero invitarle a mirar a Tomás con otros ojos. A contemplar no sólo su gesto, sino su corazón. Porque la supuesta incredulidad de Tomás no fue frialdad ni falta de fe, sino una expresión valiente de un alma que amaba profundamente a Cristo y que no se conformaba con una fe superficial.
El apóstol que estaba dispuesto a morir por Jesús
Antes de la Pasión, cuando Jesús se dirigía hacia Betania, ya los Apóstoles sabían que eso podría costarles la vida. ¿Y quién fue el que tomó la palabra y dijo con convicción?: “Vayamos también nosotros, para morir con Él” (Jn 11, 16).
Ese fue Tomás. No un incrédulo. Sino un apóstol con coraje. Uno que sabía que seguir a Jesús implicaba riesgo, pero que no retrocedía ante él.
El Dr. Plinio Correa de Oliveira, en un hermoso texto sobre este santo, resalta que esa frase demuestra la fuerza de su entrega:
“Era un alma ardiente, decidida y leal. No era una fe ciega y frágil lo que movía a Tomás, sino una fe que deseaba ver, tocar, aferrarse al Cuerpo de Cristo con todas sus fuerzas”.
¿Por qué quiso tocar las llagas?
Cuando le dijeron que Jesús había resucitado, Tomás respondió que no lo creería hasta poner su dedo en las llagas y su mano en el costado. A simple vista, esto suena duro. Pero deténgase un momento.
¿No le ocurre a usted, a veces, que cuando ama mucho, necesita una certeza más profunda? ¿No es cierto que cuando sufrimos o nos sentimos abandonados, no basta con palabras: queremos tocar a Jesús, sentirlo cerca, estar seguros de que no es un consuelo vacío?
Así fue Tomás. Él no se conformaba con rumores. Quería tocar a su Señor, no por orgullo, sino por amor. Porque su alma necesitaba abrazar la certeza de la Resurrección con toda su fuerza. Y cuando finalmente vio a Jesús y pudo tocarlo, no necesitó hacerlo. Bastó con que Cristo se le mostrara, y entonces pronunció una de las profesiones de fe más hermosas del Evangelio:
“¡Señor mío y Dios mío!”
Una exclamación que muchos santos han repetido en la intimidad de la adoración eucarística. Un acto de fe que brotó de un corazón ardiente
¿Y usted? ¿Cuánto necesita tocar a Cristo?
Usted que tal vez ha dudado. Usted que se ha sentido solo, abandonado, herido. ¿No es cierto que a veces su alma clama por ver las llagas, por sentir que Dios no es una idea, sino una presencia viva?
Tomás está ahí para recordarle que eso no es falta de fe. Que Dios permite que algunos pasen por la oscuridad de la duda, no para perderse, sino para que, al reencontrarlo, lo amen con más intensidad.
Dice el Dr. Plinio:
“Dios permitió la duda de Tomás para que su gesto fuera faro para los que vendrían después. A través de su búsqueda apasionada, Tomás curó con su fe robustecida las dudas del mundo”.
Un testigo hasta el martirio
Santo Tomás no se quedó contemplando sus dudas. Una vez que confesó a Jesús como su Señor y Dios, salió a evangelizar sin reservas. Las tradiciones dicen que llegó hasta la India, y que allí derramó su sangre por Cristo.
¿Es esa la vida de un incrédulo? No. Es la vida de un apóstol consumido por el deseo de que otros también crean. Un alma ardiente que, al ver las llagas del Señor, ya no necesitó pruebas: lo dio todo.
Hoy, usted también puede tocar a Cristo
¿Dónde está hoy ese Jesús resucitado? Está en la Eucaristía. Está en su Iglesia. Está en su Sagrado Corazón, esperando que usted le diga como Tomás:
“Señor mío y Dios mío”.
No tema si su fe se tambalea. Pero no se quede en la duda. Vaya, busque, toque a Cristo con su oración, con la confesión, con la adoración. Como Tomás, no se conforme con rumores. Busque la certeza que transforma el alma.
Y cuando la encuentre, no se la guarde. Vaya y cuéntela. Porque este mundo necesita apóstoles como Tomás: hombres y mujeres que buscan, encuentran, y luego lo dan todo por Aquel que venció la muerte.
