
- El precepto más seguro y universal entre los primeros para morir bien es vivir bien. No hay medio más eficaz para tener buena muerte, que haber tenido buena vida; pues, regularmente hablando, siempre corresponde el fin a los principios, como el árbol a la raiz, y al cabo la muerte no es otra cosa sino el fin y remate de la vida que se consume. El ejemplo del buen ladrón y otros, que empezaron mal y acabaron bien, puede y debe animarnos a nunca desesperar, pero no a creer que andará el Señor haciendo milagros de su omnipotencia por nosotros.
- El segundo precepto es morir de grado al mundo que se nos muera él por necesidad, y nos abandone; conviene, a saber: huir de sus pompas y vanidades, pisotear cuánto él ama y adora, y hacer guerra a sus desordenados apetitos. Porque “cualquiera que da la mano a este mundo trabando amistad con él” dice Santiago en su Canónica, “por el mismo caso la impe con Dios, y se hace enemigo suyo”. La razón es clara: Dios es espíritu y el mundo es carne, y entre la carne y el espíritu no hay conciliación posible, como tampoco hay forma de servir a un tiempo a dos señores.
- El tercer precepto es vivir a Dios, lo cual se hace sobre todo por el ejercicio de las virtudes que más estrechamente nos ligan con Él que son: la fe no fingitda y de solas palabras sino la verdadera y de obras, la esperanza sólida y bien fundada y por fin la caridad de Dios.
- El cuarto precepto es la añadidura a estas virtudes de tres documentos del Evangelio que nos invitan siempre a estar unidos a Jesús.
- Y por último, el quinto precepto obedece a la falsa percepción de los “ricos” de que disponen y son dueños absolutos de los bienes de esta tierra, que si bien es cierto en el plano temporal, en el sobrenatural son simplemente administradores que deberán rendir cuentas ante Dios.